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El ejército de los invisibles pide paso | España


La tarde del martes 9 de abril, el Congreso debatía si admitía o no a trámite una Iniciativa legislativa Popular (IPL) encaminada a regularizar masivamente a extranjeros residentes en España. Esa misma tarde, Amadou, de 40 años, nacido en Malí, llegado en patera a Canarias hace más de dos décadas, con más tumbos que un feriante y cansado de pelear con la mala suerte, trabajaba en una mudanza en Madrid a tanto la hora sin contrato. Amadou no es su verdadero nombre. Teme que salir en este reportaje sin disimulo perjudique aún más su condición, ya de por sí precaria. Tampoco quiere fotos.

Finalmente, el Congreso aprobó, con todos los votos a favor, excepto los de Vox, la iniciativa, que así proseguirá su viaje parlamentario. Esto no quiere decir que se vaya a producir una regularización automática y masiva de extranjeros, como la que, en 2005, gobernando el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, sacó a la luz a más de 580.000 extranjeros que trabajaban en la sombra. Solo implica que la solicitud se va a discutir. Varios partidos políticos, entre los que se cuentan el PP y el PSOE, ya han avisado de que incluirán enmiendas que, muy probablemente, rebajarán o acotarán el texto de la propuesta, que, en principio, pretende otorgar documentos a todos aquellos extranjeros que vivan y trabajen en España desde noviembre de 2021. Con todo, pase lo que pase, la iniciativa ha servido, al menos, para recordar a las más de 390.000 personas que, según los impulsores de la medida, reúnen estas condiciones.

Amadou, hecho a que las cosas no salgan, no confía demasiado. Pero dice que quién sabe, porque se agarra a lo que sea. Su vida en España es un máster sobre cómo subsistir a salto de mata. Y una sucesión de malas decisiones, necesidad y delitos burocráticos que acaban en callejones sin salida. Trabajó vendiendo cedés al principio, en 2004, pero pronto se centró en la construcción. En los tiempos de la burbuja económica se sirvió de la documentación de un amigo (“por la foto no nos reconocen, los negros somos todos parecidos para vosotros”) a fin de trabajar ilegalmente en Burgos en una obra. Lo pillaron. Le denunciaron. Le multaron.

Llegó la crisis, volvió a los cedés, al reparto de publicidad, a vender bolsos, a las mudanzas, a las chapuzas, a la carga y descarga en Mercamadrid, trabajó de cocinero en un restaurante, de limpiador en otro, le denegaron una solicitud de permiso temporal de trabajo debido a que había falsificado su identidad… En 2018 volvió a utilizar el carné de otro conocido para trabajar en otra obra en Barcelona. ¡Con esa identidad vicaria llegó a sacarse el título de oficial de primera! Pero le volvieron a pillar. Y a denegarle nuevamente el permiso de residencia por arraigo cuando lo solicitó por segunda vez.

Se siente atrapado en un bucle absurdo: falsifica papeles porque no tiene papeles y le deniegan los papeles porque ha falsificado los papeles. Asegura que muchos patrones le contratarían mañana si tuviera permiso porque es un buen ferralla (especialista en colocar el necesario armazón de hierro de las estructuras de hormigón de los edificios) y que con la documentación en regla en el bolsillo ganaría cerca de 2.000 euros al mes y dejaría las malditas mudanzas y las habitaciones compartidas. Cuenta que su caso está en manos de un abogado y que confía en que en se resuelva en unos meses y lograr por fin la documentación. A la pregunta de dónde ha vivido, encadena como respuesta una retahíla de lugares que es una forma de trazar una biografía disparatada: “Delicias, Vallecas Villa, Vallecas Puente, Arcentales, Valdebernardo, Atocha, Entrevías, Pavones, Villa de Vallecas otra vez, Burgos, Puente de Vallecas otra vez, Barcelona, Moratalaz, Rivas, Rivas Futura…”

Nunca ha alquilado una casa a su nombre. Nunca ha vuelto a Malí desde que se marchó. No tiene nada porque no le gusta comprar cosas que luego no sabe dónde dejar. “Solo poseo una bicicleta y una nevera que guardo en el trastero de un amigo”, cuenta. Y añade que se siente estafado por la vida que eligió, y que si pudiera hablar con el Amadou de los 20 años le aconsejaría que se quedara en Malí. Fantasea con tener papeles y sacarse otra vez el título de oficial de primera, en esta ocasión con su verdadero nombre. “Si tuviera los papeles, eso sería fácil”, asegura.

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Amadou (nombre falso), el viernes, en la estación de metro de Rivas, en Madrid.
Amadou (nombre falso), el viernes, en la estación de metro de Rivas, en Madrid. Álvaro García

Un informe de marzo de 2022 de la asociación Por Causa, especializada en inmigración, sostenía que a finales de 2020 vivían en España cerca de 500.000 extranjeros sin papeles. Ese número ha ido en aumento desde entonces, según el estudio. Que crezca o decrezca esta bolsa laboral se relaciona directamente con el mercado de trabajo. De hecho, en 2013, coincidiendo con la crisis económica, era casi inexistente, según el citado informe. El estudio arroja los siguientes datos: seis de cada 10 inmigrantes irregulares en la actualidad son mujeres; siete de cada 10 son latinoamericanos; de África procede solo el 11%; el 27% de todo este medio millón de personas trabaja en el servicio doméstico, y el 24%, en la hostelería.

La vida de Zoraida

Tampoco Zoraida Gaviria, de 49 años, colombiana, siguió el debate del Congreso esa tarde de abril en la que, en teoría, se jugaba parte de su futuro en España. Zoraida se encontraba trabajando de interna en una casa de Madrid, y se enteró de la iniciativa horas más tarde, por el telediario. La propuesta le parece bien, pero piensa más en los otros (sobre todo en las otras, las mujeres que conoce) que en ella misma. Zoraida, afortunadamente, confía en otra solución ya encarrilada.

Dueña de un restaurante en Cali, se ahogó en deudas y préstamos impagados cuando la pandemia vació las calles de clientes. Amenazaron con desahuciarla. “Y me tocó cerrar. Y se puso muy duro en Colombia, con los precios por los aires. No había plata que alcanzase para pagar el arriendo”, recuerda. Sus hijos, ya mayores, de 24 y 29 años, le aconsejaron que emigrara. En España conocía solo a una persona: la suegra de uno de sus hijos. A las tres de la tarde del 8 de noviembre de 2021 aterrizó en Madrid con 1.300 euros prestados que devolvió en cuanto pasó el control fronterizo. Se quedó con 50.

La ciudad le aterrorizaba por lo grande y por lo desconocida. Se alojó durante un par de meses en la casa de su consuegra. Buscó trabajo sin éxito. Los 50 euros le duraron esos dos meses en los que no gastaba nada que no fuera el precio de los billetes de metro o de autobús. “Ni una botellita de agua. Al final mi consuegra me tuvo que dejar otros 10 euros”. Alguien le habló de una monja, la madre Pilar, en una iglesia por Chamartín, que ayudaba a las inmigrantes latinas. “Había que ir los martes y fui. Había un sorteo y, si te tocaba tu boleta, pues te asignaban un trabajo de interna. Tuve suerte. Me tocó. El 26 de enero de 2022 empecé a trabajar en una casa. Hasta hoy”.

La parroquia Nuestra Señora del Sagrado Corazón, supervisada por la incansable madre Pilar, pone en contacto a familias que buscan una trabajadora interna y mujeres latinoamericanas sin papeles residentes en España. La iglesia vigila las condiciones laborales y exige que, a los tres años, como marca la ley, las inmigrantes puedan acogerse a los permisos por arraigo con un contrato hecho por la familia. A Zoraida le quedan unos meses. Describe en una frase expresiva en qué consiste no tener papeles: “Somos invisibles”. Y lo explica: “No puedes tener una cuenta en el banco, no puedes alquilar una casa, no puedes volver a tu país por miedo a que no te dejen regresar luego. Yo, por ejemplo, no pude hacerlo cuando murieron mis padres”. Tampoco pueden andar por la calle sin mirar para atrás o a los lados: “Yo voy siempre con miedo de que alguien me pare, no voy a muchos sitios por miedo a que esté la policía, no vas a las discotecas a divertirte por miedo a que pase algo y estés sin papeles. El miedo te impide hacer muchas cosas.” Por eso vive doblemente encerrada en la casa donde trabaja: sin posibilidad de buscar otro empleo —aunque ella asegura que la tratan muy bien— y sin poder salir mucho a la calle por si se topa con un lío o con la policía. “Te tienes que aguantar”.

Amadou y Zoraida, cada uno por su lado, aspiran a lo que consiguió Daouda Sarr, un senegalés que llegó a Francia en 2002 con 32 años. Pasó a España, recaló en Almería, se puso a trabajar en los invernaderos de El Ejido y en 2005 se acogió a la regularización masiva del Gobierno de Zapatero. Cuenta que aquello le convirtió en otra persona, que su vida fue otra desde aquel día. Lo primero que hizo con los papeles en la mano fue, precisamente, dejar de aguantar y pedir una subida de sueldo. En vez de 20 euros al día exigió 35. Y se los pagaron. Fue la primera de una sucesión de pequeñas victorias personales que terminarán, según cuenta Darr, el día en el que pueda volver a Senegal para trabajar sus propias tierras.

Manifestación frente al Congreso en apoyo de la regularización de inmigrantes, el martes 9 de abril.
Manifestación frente al Congreso en apoyo de la regularización de inmigrantes, el martes 9 de abril. Claudio Álvarez

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