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Gironismo sociológico | Fútbol | Deportes



Aprender a compartir el amor paterno tiene que ser emocionante, una lección de vida. Pero acapararlo todo, no nos engañemos, es algo insustituible e incomparable a cualquier forma de afecto. Los hijos únicos guardamos ese secreto como el Santo Grial del amor. Mimados, consentidos, egoístas. Seguro que sí. Nos envidian porque somos el centro de cualquier evento familiar y heredamos de forma universal —y sin despeinarnos— lo que nuestros padres acumularon con enorme esfuerzo. Aunque ni siquiera esa es la cuestión principal. Lo mejor es experimentar el amor total e indisoluble. La gracia infinita y el perdón eterno de nuestros errores (y derrotas). Por eso, al principio, cuando llega un hermanito hace cierta gracia. Pero cuando el chaval empieza a robarnos la luz, nuestra vida se oscurece lentamente.

La semana pasada, contra el Getafe, Iñaki Williams (29 años) le echó una bronca a su hermano Nico (21 años) en mitad del partido porque no le pasó el balón. En la red social X, el primogénito le quitó luego hierro: “Hay cosas que nunca cambiarán… desde la plaza hasta San Mamés”. Bien jugado. Y hasta puede que tuviera razón. Pero había también algo de ese primogénito que observa cómo el pequeño, protegido por él hasta entonces, le come la tostada. Os lo dije, era muy bueno. Pero cuando él mismo te da la razón de forma tan cruda y delante de todo el mundo, ya no hace gracia. Es el becario con talento al que le explicaste mil batallitas y luego es mil veces mejor reportero que tú. Es envidia, son celos, lo peor del amor. Es ley de vida. Nos hacen viejos. Y eso, con toda su crudeza, es lo que va a experimentar el Barça con el Girona cuando se pasee por Europa y recuerde que perdió los dos partidos que le disputó —aunque Xavi piense que mereció ganar— y vea evaporarse aquella vieja convivencia. A partir de ahora, si hay que comprar solo una camiseta a orillas del río Onyar, será la del Girona.

El Barça, enemistado casi por obligación con el Espanyol, vivió siempre castigado por esa falta de acompañamiento familiar. Nunca aprendió a compartir. Lo tenía todo: aficionados a borbotones, palco con presidentes de la Generalitat, medios de comunicación, el monopolio de la identificación con Cataluña, las portadas de los dos periódicos deportivos con sus edredones blaugrana de regalo… ¡Incluso los habitantes de Girona eran del Barça! Y los culés, cuando sucedió el milagro y apareció aquel pequeñín en primera, vieron a los de Montilivi como a un hermanito simpático, un argumento para convencerse de que el desencuentro con el Espanyol no era atávico, sino reactivo. Esos sí son de los nuestros. El problema es que en dos años ha pegado un estirón y ahora hay que volver la cabeza hacia arriba para mirarle a los ojos (en juego y en la clasificación). Y el público culé aplaude, y piensa en ellos como inspiración. Y hasta fantasea con sanar su melancolía en sus encuentros.

El partido con el Girona será a partir de ahora, especialmente si el Espanyol sigue en segunda, el derbi catalán. Y cualquier final que jueguen ellos tendrá a toda la grada culé apoyando. Los hijos, a diferencia de lo que sucedió siempre con los afectos en el fútbol, serán quienes enseñen a sus padres lo que significa ser de ese equipo. Y eso ya no es un planteamiento amistoso. Tiene todos los ingredientes para poner nerviosa a directiva y técnico culés. El Girona, y esa será la última punzada en el costado, es también el mensaje en una botella que llega de Mánchester y que detalla cómo se construye un buen equipo y se dirige un club. La vida cambia. Aunque algunos prefiramos seguir pensando que somos el único.

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