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Conde de Godó 2024: A su regreso, un Nadal eficiente (y sin sustos) | Tenis | Deportes


En las circunstancias actuales, no conviene infravalorar una victoria así. Después del 6-2 y 6-3 (en 1h 25m) al joven Flavio Cobolli, primer escollo desde el 5 de enero, Rafael Nadal enseña el pulgar, da las gracias y celebra en la central de Barcelona lo que en otros tiempos hubiera sido un triunfo rutinario, del montón, otro más. No ahora. Es una primera ronda, pero el ambientazo lo expresa todo. “Cuando uno lleva dos años compitiendo tan poquito, cualquier torneo que uno pueda jugar es importante. Que encima sea en esta pista, donde he vivido tantas cosas [12 títulos entre otras experiencias], lo hace aún más especial. Me ponía nervioso cuando venía ganando, así que imagínate ahora”, le responde a Tommy Robredo a pie de pista. Está satisfecho. Y no hay percance alguno, que a estas alturas y en esta tesitura tan dificultosa no es poco. Salvaguardado el físico y calibrado su tenis entre fuego real, se avecina ahora una prueba que seguramente llega mucho antes de lo deseado; será este miércoles (No antes de las 16.00 (Teledeporte y Movistar+): Alex de Miñaur, el 11º del mundo. ¿Preparado? “La verdad es que ni idea. No tengo ninguna certeza. A día de hoy solo podía pensar en jugar el primer partido”.

Pasa el tiempo, casi dos años desde que disputara su último partido sobre tierra —aquel monólogo contra Ruud en Roland Garros—, tres desde que su derecha no hacía cráteres en la arena del Godó —épica ate Tsitsipas—. Pero algunas cosas nunca cambian. Accede Nadal a la pista y Barcelona, encendida a media tarde, se pone a sus pies, ha vuelto el sheriff de Pedralbes; lleno a rebosar y piropos por todos lados, él da brinquitos y traza alguna que otra carrera. Medido y calculado todo, eso sí. Los temores están ahí y esa mente debe ahora superar la frontera lógica del miedo. Es mucho tiempo sin competir, demasiados meses en la reserva. Muchos los golpes encajados. Y el físico, claro, no deja de amenazar. ¿Y si…? Las dudas se incrustan en el cerebro como las garrapatas y pasean por ahí, van y vienen, puñeteras siempre. Pero es día de fiesta, y el examen está superado.

“¡Gracias por venir!”. “¡No te vayas nunca, Rafa!”, le dedican desde el graderío, mientras su familia observa y su padre cruza las piernas ladeado, del tal palo tal astilla. Un calco en la pose. En otro box, el de un córner, presencia toda la plana mayor de su equipo técnico: López, Marcaccio y Moyà completan el tres en raya, pendientes de cada maniobra y al arrope todo el rato: “¡Força!”. El tenista desprende un ¡vamos! tímido en el primer parcial y se castiga el muslo por un derechazo largo, ¡no! Seriedad de principio a fin, expresividades las justas durante la acción y en la palabra. Manda el momento.

El sol pega duro en Barcelona y Nadal, con el bronceado chocolate de siempre, intenta aferrarse a la línea de fondo con uñas y dientes, y abordar desde ahí. Engancha la puntera del pie izquierdo en el paso, todos los tics siguen ahí; se toma su tiempo para sacar, procesando cómo puede hincarle el diente a ese jovenzuelo italiano —prolífica cantera, hoy nueve representantes en el top-100—sds— que afronta su gran día, porque si hay alguna opción de tumbar al rey es esta, ahora que le falta ritmo y que no las tiene todas consigo. “Cualquier cosa puede pasar este tipo de días, después de tanto tiempo sin jugar un partido profesional”, dice. Así que dosifica, lo economiza todo. Es un Nadal de circunstancias, acorde a la realidad actual: cada pelotazo puede ser el último. No desperdicia el mallorquín una sola gota de energía y ese vigor tan característico —38 años el 3 de junio— solo se deja ver en dosis reducidas.

Nadal, envuelto por una camisa de fuerza, enjaulado. Quiere estallar, sacar a pasear el mazo, pero el guion pide otra cosa. Contención y más contención, cabeza y más cabeza. La prudencia por bandera. En cualquier caso, le basta para ir controlando un partido que revela a un adversario interesante —62º del mundo a sus 21 años—, aunque muy verde todavía. Abundan las cañas desde su costado y Nadal ejerce metódico desde ahí, inteligente, adueñándose del centro, en esas seis losetas que le permiten ir adjudicándose los puntos y los juegos; ganando mucha tranquilidad, que en pruebas como esta seguramente sea lo prioritario. Un quiebre en el cuarto juego decanta el set inicial y en el segundo hay un arrebato, con una descarga que le sabe a gloria cuando Cobolli abre ángulo y él, mandamás, que por algo juega en casa, suelta el muñecazo y, ahora sí, luce el puño de guerra.

Nadal, en otro instante del partido.
Nadal, en otro instante del partido.ALBERT GARCIA

Se sabe desde hace tiempo que a Nadal, con muy poquito, le vale para mucho. La última estadía en la enfermería —más de tres meses, desde que sintiera otra vez molestias en la zona intervenida en junio del año pasado— no ha mermado un ápice su instinto competitivo, perenne ocurra lo que ocurra. Pero sí su servicio. Dibuja la maniobra sin forzar, protegiendo ese abdominal condicionado que, según reveló su tío Toni la semana pasada en Segovia, viene jugándole una mala pasada desde su regreso de las antípodas, a principios de enero. Los dígitos del velocímetro no engañan: sus primeros servicios frecuentan los 160 o 170 kilómetros por hora —alguno no supera los 145—, cuando su promedio habitual es más bien cercano a los 190. Alcanza algún pico de 187, pero de manera aislada. Toda precaución es poca.

Solo en la recta final del duelo libera puntualmente la potencia: voleón, y el aficionado patalea contra la chapa metálica de las tribunas. En los intercambios de peso, prevalece en casi todos ellos. Concentradísimo, únicamente relaja la atención en un par de instantes, para echar un par de miradas a su hijo Rafael, en brazos de su esposa. Señala el niño con el dedo y reclama al padre desde la cuarta fila: ahí está, ahí está papá otra vez.

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