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Solo Sánchez reina sobre el caos | Opinión



Después de su carta a la ciudadanía, podríamos bromear con que Sánchez sabe hilar como nadie puentes y moscosos, apuntar que tenemos el primer presidente de la historia que se retira de ejercicios espirituales o mostrar, en fin, nuestra envidia por alguien que ha realizado el sueño dorado de la contemporaneidad: renunciar por unos días a nuestra agenda pública y, si me apuran, a la privada también. Pero la ligereza no solo es una rareza entre nosotros; también es un motivo de reproche en tanto implica el frío de la distancia en un momento de duelo a garrotazos. En un momento en que no solo no se nos permite ser árbitros, sino que únicamente podemos ser “observadores comprometidos” —como quería Aron— en la medida en que ese compromiso sea la identificación indubitada con un contendiente. La opinión deja así de ser crítica para ser solo militante y toda voluntad de comprensión o descripción será sospechosa de angelismo. España lleva unos años encadenando una excepcionalidad tras otra y una taquicardia tras otra, pero la gravedad de un momento inédito aconsejaría no encanallar ni encanallarse o, al menos, que los actores institucionales dejen por un momento de tuitear a la yugular. Por supuesto, esto es como exigir la paz en el mundo canturreando Imagine, pero es una inocencia en la que hay que afirmarse: el envenenamiento de la esfera opinativa tiene efectos que estamos acusando ya. Lamentablemente, hay que concluir, con más melancolía que sorpresa, que quizá de lo que se trata es de eso. Y, por lo que hemos visto en estos últimos años, quien reina sobre este caos siempre es Sánchez.

Con la carta a la ciudadanía, Sánchez vuelve a tomar la iniciativa y recoloca las piezas en el tablero al igual que —por buscar los precedentes más cercanos— tras las generales de 2023. La coartada sentimental puede ser verdad o mentira, aunque cuesta creerla en el político que, tras hacer una leyenda de su capacidad de sobrevivir, tiene una piel de incomparable resistencia a la abrasión. Pero es una coartada muy útil en un momento de áspera pugna electoral con las elecciones catalanas y europeas en semanas. Muchos votantes se verán seducidos por su desacostumbrada dimensión afectiva. Su propio partido correrá, como ya se ha visto, a compactar las filas en torno al presidente para enaltecer su liderazgo. Además, la percepción de un ataque inicuo a su figura —y a su familia— servirá también para que la izquierda de la izquierda, ahora mismo desorientada, se vea tentada a dar su apoyo al bastión más visible en la lucha contra las fuerzas de la reacción. Las propias elecciones catalanas cobran de esta manera una dimensión más nacional y, por tanto, más favorable para él. Y distrae la atención de las investigaciones judiciales —y de las comisiones parlamentarias— para redirigir la sospecha a una oscura alianza entre jueces, medios y partidos. La propia estrategia de zarandeo de la oposición queda desarbolada. Y durante unos días o semanas, el presidente centra toda la conversación pública en sí mismo. Mi vaticinio: no dimitirá, sino que buscará erigirse de nuevo como adalid del progresismo frente a “la derecha y la ultraderecha”. Le ha funcionado hace bien poco. Puede volver a funcionarle ahora: ya sabemos que sobre el caos solo reina Sánchez. Otra cosa es que nos merezcamos este caos.

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