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Tadej Pogacar ya gobierna el Giro a su antojo | Ciclismo | Deportes



Durante unos minutos, el Giro regresó al 30 de mayo de 1999, en un túnel del tiempo virtual. Las mismas carreteras, la misma pasión. A aquel Pantani que había visitado unos días antes, en olor de multitud, a Paolo y a Tonina, sus padres que seguían elaborando piadinas en su horno de Cesenatico. Hasta Alberto Zaccheroni, que volvía a ganar el scudetto para el Milan, vecino ilustre del Pirata, le rendía pleitesía desde la tribuna de meta cuando la carrera llegó a la villa adriática. Quedaba Oropa, y una de las últimas gestas de gran Marco, con una avería en el comienzo de la ascensión, y la remontada para adelantar al pelotón, cazar a Jalabert y ganar en solitario en la recta empedrada del Santuario.

Para Tadej Pogacar todo es súper. Dice que tiene un superequipo, que está supercontento, que todo salió superbién. Pero sufrió un superpinchazo. Justo cuando entraba en Biella, con la ascensión a Oropa a la vuelta de la siguiente curva. Un agujero en la cubierta, que se despega de la llanta, el líquido contra los pinchazos derramado, la caída a escasa velocidad. Hubo confusión, jaleo. “¡Después de la curva, después de la curva!”, le decían por radio, “aunque yo quería parar antes”. Y tenía razón. La rueda no aguantó la revuelta. Todo un contratiempo con el pelotón lanzado hacia la ascensión y el Ineos en fila india.

Así que el tiempo voló hacia atrás y Pogacar fue el último gran Pantani, el de 1999, en solitario por las calles de Biella, persiguiendo coches y ciclistas rezagados, apoyado después por sus compañeros. A poco más de 11 kilómetros para la meta y a punto de protagonizar otra gesta. Como la del Pirata. Pero con menos épica. Solo le faltó la bandana en la cabeza para domeñar sus mechones rubios, montado a una bicicleta de repuesto en la que no tenía referencias de velocidad o potencia como en la original.

Ya se empinaba la carretera cuando enlazó con el pelotón, malas noticias para el resto. Ni un segundo se tomó de respiro, adelantó por la derecha y puso a sus peones a trabajar. Resoplaba Berg, esperaba su turno Majka. Cuando se apartó el danés se incorporó el polaco. Hablaba con su jefe, recibía instrucciones de un Pogacar sereno, que sabe lo que debe hacer en cada momento. Llevaban un kilómetro así, y cuando aumentaron los porcentajes, Majka aceleró hasta el límite y se apartó de golpe con cierto aire teatral, como en un quite taurino. Ya sabían todos los que le seguían lo que iba a suceder a continuación, ese acelerón brutal de Pogacar que deja sin aire los pulmones de sus rivales, como si el rebufo hiciera el vacío a su alrededor.

Todos de pie sobre los pedales, el fuego del infierno empezaba a abrasar las piernas de los osados que intentaban seguirle y que eran dos: Ben O’Connor y Geraint Thomas, que sabe más por viejo que por diablo y enseguida abandonó la idea de responder. El australiano persistió y pagó después las consecuencias. Narváez, el líder del primer día, supo en ese mismo instante que aquel que portaba sería su único jersey rosa.

Con un reguero de heridos detrás, Pogacar aceleró camino de la meta, jaleado por quienes hace más de dos décadas adoraban a Pantani. Pasó bajo los murales que recordaban al héroe caído, circuló sobre decenas de pintadas con su nombre. Detrás, un ciclista sabio, Thomas, recuperaba las sensaciones poco a poco, sin cebarse, para limitar los daños. En solitario los últimos cuatro kilómetros, Pogacar mantuvo alrededor de medio minuto de ventaja sobre sus perseguidores para empezar a dominar el Giro desde el segundo día. “Solo quería probar un poco las piernas”, dice el campeón esloveno que ya viste de rosa y se queda tan ancho. “Ahora puedo relajarme un poco los próximos días”. Los demás no pueden. El colombiano Dani Martínez fue segundo; Geraint Thomas, tercero, los dos a 27 segundos. O’Connor, que pagó su osadía, perdió un minuto. El primer líder, Narváez, más de dos. El primer español, Juanpe López, acabó noveno, a 35 segundos. Esto no ha hecho más que empezar, y parece que está acabando.

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