Desde el río hasta el mar | Opinión
Entre el Jordán y el Mediterráneo, Netanyahu solo concibe un Estado, Israel. Combate a Hamás, que también concibe un solo Estado en idéntico territorio, pero islámico. Y rechaza que sean dos, uno israelí que ya existe y otro palestino, que solo necesita el levantamiento del veto de Washington en el Consejo de Seguridad para que sea reconocido y pueda aspirar a la administración del territorio asignado por Naciones Unidas. Desde el río hasta el mar caben muchas cosas. Incluso una idea antisemita si se interpreta como el propósito genocida de echar a los judíos al mar, que es lo que quiere Hamás. Desde Israel, la propiedad exclusiva y excluyente de tal territorio está inscrita en los programas del Likud y de los partidos extremistas del Gobierno de Netanyahu. Es un extraño caso para la magnífica cultura religiosa que descubrió el valor del otro y de la alteridad que la simetría y la reciprocidad estén prohibidas para algunos, quizás la mayoría.
Entre el río y el mar, hay todavía otra opción, tanto o más improbable que todas las otras. Es la que propugnó desde hace ya un siglo el sionismo más liberal y pacifista, que quería instalar en esta tierra disputada a los judíos europeos tras una negociación con los habitantes árabes de aquel espacio geográfico entonces bajo administración británica. Debía ser un Estado laico, democrático y pluralista para todos, incluso con vocación europea y federal según las soberbias e impracticables ideas de alguien como Hannah Arendt.
El ataque de Hamás del 7 de octubre y la guerra de Gaza han situado de nuevo estas ideas en primer plano. Brotan solo en pensar en la salida de la guerra y en la reconstrucción de la Franja. ¿Hay que tolerar la matanza y la destrucción de Gaza, la expulsión de sus habitantes y luego una nueva colonización israelí? Según José María Aznar, no hay que reconocer el Estado palestino porque no existe, cuando precisamente es necesario reconocerlo porque no existe, para que exista y porque Netanyahu impide que exista. Es a la vez premisa para la paz e incentivo para alcanzarla, en vez del premio final y resultado de la hasta ahora fracasada negociación bilateral entre israelíes y palestinos. Hay además una razón estratégica acorde con el mejor sionismo. Visto el vecindario, seguro que el Estado palestino no basta para pacificar Oriente Próximo, pero sin Estado palestino no hay forma de que Israel consiga la seguridad, el reconocimiento de sus fronteras y la integración pacífica en la región que merece.
Ehud Olmert, el ex primer ministro de Israel que más cerca ha estado de la paz, ha advertido en el diario Haaretz del pasado 11 de mayo del peligro que significa un Israel aislado internacionalmente. Si Naciones Unidas reconoce a Palestina (‘¡Dios no lo quiera!’, exclama en su artículo), los palestinos verán reconocidas también las fronteras anteriores a la Guerra de los Seis Días (1967) e Israel perderá la posibilidad de legalizar en una negociación bilateral parte de los territorios ahora ocupados del Golán, Cisjordania, Gaza y, todavía más grave, Jerusalén Este. Para que haya paz y seguridad para todos entre el río y el mar, Palestina necesita un Estado propio, al igual que ya lo tiene Israel. Reconocerlo ahora es llamar a que callen las armas y se abran lo antes posible las conversaciones de paz.
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