Inundaciones en Brasil: Los desplazados climáticos del sur de Brasil
El dique se agrietó de madrugada y dio lugar al caos. Irrefrenables, las aguas del río Gravataí fueron arrasándolo todo a su paso, cuadra por cuadra, hasta inundar completamente el barrio de Sarandí, en la zona norte de la ciudad de Porto Alegre, la capital del Estado brasileño de Rio Grande do Sul. Cuando la gente se despertó el sábado 4, a muchos el agua les llegaba por el tobillo. Y Cristiane Porto no tenía fuerzas para sacar sola a su marido y a su hijo de la casa.
“Fue muy rápido. Estábamos durmiendo y cuando vimos, nos encontrábamos en aquella confusión”, dice Porto, de 49 años, con su voz entrecortada por la arritmia pulmonar. Su marido, de 74 años, padece Parkinson y en los últimos años ha sufrido dos accidentes cerebrovasculares que lo dejaron casi totalmente paralizado. Fue una llamada telefónica del pastor de su iglesia en medio de la noche, lo que la alertó de la desdicha que se avecinaba: su casa se estaba inundando junto con todo el barrio, había que salir de ahí cuanto antes.
Con los funcionarios de la Defensa Civil sobrecargados, dos voluntarios fueron enviados por su iglesia para intentar sacar a la familia, pero el agua subía rápidamente y no pudieron entrar. Una pequeña laguna de lodo, suciedad de la calle y agua de río se había formado en la sala de estar. Sus vecinos se unieron al rescate y los sacaron, poniéndolos en la parte trasera de una camioneta. “Salimos con el agua por la cintura”, dice Porto.
Esa madrugada, miles de personas de las barriadas de la capital de Rio Grande do Sul, que sufre desde inicios de mes unas devastadoras inundaciones, tuvieron que ser evacuadas. La familia Porto fue llevada para la Iglesia Adventista de Sarandí, pero prontamente tuvieron que salir también de ahí, porque el agua se aproximaba a un ritmo vertiginoso. El dique se agrietó por tres puntos. El agua alcanzó los seis metros. No había salvación en el barrio.
En las últimas dos semanas, el Estado brasileño de Rio Grande do Sul ha vivido su peor catástrofe climática, después de que lluvias torrenciales seguidas de inundaciones sin precedentes dejasen hasta el momento un saldo de 147 muertos, 127 desaparecidos y 806 heridos en al menos 447 municipios afectados — números que las autoridades creen que pueden aumentar cuando el agua baje. Más de 500.000 personas tuvieron que dejar sus hogares, y muchas no saben si podrán regresar.
En Porto Alegre, la quinta mayor ciudad de Brasil el río Guaíba — que circunda parte del municipio — sigue desbordado y mantiene muchos barrios completamente inundados. Tras retroceder un poco, las aguas han vuelto a subir por las fuertes lluvias de este final de semana y la Defensa Civil local teme que el río supere el récord alcanzado durante esta crisis, que batió el caudal alcanzado en 1941.
Carreteras destruidas, puentes caídos y calles totalmente sumergidas han bloqueado entradas en cientos de ciudades, haciendo más difícil el transporte de la ayuda humanitaria. Voluntarios y funcionarios de la Defensa Civil realizan rescates en botes, vehículos improvisados, jetskis y helicópteros. Mientras que vecinos, organizaciones sin fines de lucro y gobiernos municipales acogen a los refugiados en albergues: casi 80.000 personas.
En un gimnasio del Serviço Social do Comércio (Sesc), en Porto Alegre, el campo de fútbol sala está ahora repleto de hileras de colchones, sábanas, y toallas colgadas. Allí se refugian 250 personas, incluida la familia Porto.
“La inundación fue muy fea”, dice Cristiane Porto, afligida. “La casa quedó inundada hasta el techo, lo perdimos todo”. Le duele tanto ser víctima de esta catástrofe como pensar que la tragedia pudo ser evitada. Se pregunta por qué los gobernantes no construyeron mejores sistemas para contener al río. “No lo hacen porque no quieren, porque dinero tienen de sobra para eso”. “Si una institución como esta no nos hubiese acogido, ¿qué sería de nosotros?”, pregunta en voz alta.
El Centro Nacional de Monitoreo y Alerta de Desastres Naturales (Cemadem) hizo público un documento que alertaba sobre las lluvias y el riesgo de que áreas urbanas fueran inundadas en Rio Grande do Sul una semana antes de los sucesos que dejaron a miles desamparados. El pasado 6 de mayo, cuando el Gobierno federal decretó el estado de calamidad en el Estado más meridional del país, este organismo emitió una nota técnica informando de que, desde un año antes, se sabía que la infraestructura de Porto Alegre era demasiado débil para afrontar catástrofes relacionadas con el cambio climático.
El consenso de la comunidad científica es que lo invertido para afrontar desastres climáticos en este Estado no ha sido suficiente. Desde su primer año de mandato, el gobernador Eduardo Leite, de centroderecha, ha modificado cerca de 480 normas ambientales. El Estado ha sufrido cuatro inundaciones en un año.
Joarés Carvalho Alves, de 73 años, y su esposa Rita, de 66, fueron rescatados por un barco el 1 de mayo en su barrio de Porto Alegre, llamado Navegantes. “La lluvia vino de repente. No nos dio tiempo de sacar casi nada, de subir los muebles [a lugares altos]. Salimos sólo con la ropa y los documentos”.
Los pensionistas tenían un pequeño terreno y una casa detrás de la tienda del hermano de Joarés. Ahora la pareja no tiene claro qué les espera, pero quieren regresar a su casa. “La casa quedó inundada hasta arriba. No tenemos nada”, dice él. Rita no levanta la mirada, y sus lágrimas se escurren por su rostro mientras su esposo cuenta su historia.
“Esto nunca nos pasó. Sólo en la época que yo no había ni siquiera nacido, en 1941, mi madre me contaba que hubo una gran inundación. Pero esta fue peor, lo inundó todo, toda la ciudad”, comenta.
Están acogidos en el mismo gimnasio que los Porto mientras esperan a que su hijo, que fue rescatado en otro local y enviado al albergue de la ciudad, los pueda ir a visitar esta semana. “Cuando regresemos veremos cuál fue el estrago, qué podremos aprovechar y qué no. Ahora resta comenzar de nuevo, comenzar de cero. Levantar la cabeza y trabajar”, dice Carvalho Alves.
Eventos climáticos desastrosos han seguido a Asnel y Marthe Vertismat como la plaga. En 2010, un fuerte terremoto en su país natal, Haití, mató a más de 250.000 personas y dejó a más de un millón sin hogar. La miseria e inestabilidad que le siguieron acabó asfixiando la nación, y la pareja de 41 y 37 años decidió dejar Saint Michel de L’ Atalaye y emigrar a Brasil en 2016 para buscar una vida mejor.
La casa que compartían con sus hijos, Lesly y Obed, de 8 años, otros migrantes y varios brasileños se inundó. Solo pudieron rescatar sus documentos. “Tenemos una empresa allí, cosemos. Ahora está todo bajo el agua”, lamenta Asnel Vertismat.
Mauricio Martins, un médico que va todos los días al albergue para atender como voluntarios a los acogidos, dice que la situación que muchos viven es muy dramática. “Llegan muy conmocionados. Otros llegan aliviados”, dice él. “Mucha gente sufría crisis de pánico, estrés psicológico. Había gente preocupada porque tenían familiares que no sabían donde estaban”.
En el albergue, los atienden médicos y psicólogos. Y gracias a las donaciones, todos tienen lo básico.
Alejandro y Rosani Ortiz, de 27 años, también migraron a Brasil junto con sus tres hijos para huir de la aguda crisis económica que afrontaba su país, Venezuela. Su historia, como la de muchos venezolanos en el exterior, es de separación, desapego y desplazamiento. Llegaron a Brasil hace ocho meses siguiendo los pasos de la madre de ella, instalada aquí hace seis años. Tras entrar por la frontera terrestre, se reencontraron con la abuela de los niños en Porto Alegre. Desde entonces, la pareja intentaba encontrar trabajo y prosperar. Hasta que vino la inundación.
Como viven en el mismo edificio, reunieron las cosas de todos en el apartamento más alto. “Nuestras esperanzas eran que se inundara [sólo] abajo y nosotros nos pudiéramos quedar arriba. Pero en vista de las noticias, de que estaba subiendo el agua y que teníamos que salir, pedimos rescate”. Ahora ellos esperan que el agua baje para poder regresar a su hogar. Mientras tanto, se dicen agradecidos por estar seguros
“Duele ver la situación” de los afectados, comenta Anielle, 46, que ejerce de voluntaria del refugio junto con su hija Sofía, de 13. “Hoy quien está en un lugar seco y seguro tiene mucha suerte, y lo mínimo que podemos hacer es ayudar”.
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