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No podemos dejar ganar a quienes degradan la política | España



El presidente Sánchez ha hecho pública su decisión de reflexionar sobre el sentido y el coste, personal y familiar de su continuidad como presidente del Gobierno. No me corresponde entrar en esa reflexión ni valorarla, menos aún para pedirle, a él y a los suyos, una fortaleza y un valor que no pude ni puedo reclamar para mí. Pero sí creo oportuno que todos reflexionemos también sobre el coste y el sentido de una forma de debate político que se ha convertido en habitual y que, para algunos, incluso, ocupa el centro de su forma de hacer política.

La política es la discusión pública de alternativas. Porque la democracia parte de aceptar que las opciones propias no son necesariamente las mejores ni, mucho menos todavía, las únicas posibles. Las decisiones políticas son, por su propia naturaleza, debatibles y, a menudo, susceptibles de mejora e integración. Pero hace ya demasiado tiempo que el enfrentamiento entre partidos no se realiza en términos de discusión de opciones legítimas sino reconduciendo cada debate, cada asunto, cada decisión, al terreno de la legalidad y hasta a la ilegitimidad del contrario.

Sea por su contenido o sea por sus defensores, la crítica a las decisiones políticas no se realiza desde el reconocimiento de su legitimidad y, en consecuencia, desde la posibilidad de la alternativa política, sino desde la negación rotunda del contrario, desde su descalificación. Por fortuna, esa actitud no es garantía de éxito y hoy mismo, en la campaña electoral catalana podemos confirmar que el liderazgo político puede edificarse también sobre una trayectoria en la que brillan por su ausencia la descalificación y el enfrentamiento y son constantes en cambio la voluntad de acuerdo y el respeto al otro.

Creo que no todos los políticos ni todas las fuerzas políticas son iguales y que algunas asumen una responsabilidad mucho mayor en la actual transformación, que para mí no es sino degradación del debate político. Pero no pretendo ahora examinar ni destacar esas diferencias. Estoy convencida de que a todos nos corresponde buscar las formas de superar esa situación, y que nada aporta identificar, hoy, a sus responsables. Esa forma de hacer política, o más bien de pervertirla, no tiene más sentido ni finalidad que desalojar del Gobierno a quien lo detenta y ocupar su lugar. Nada tiene que ver con reconocer las inquietudes, demandas o intereses de los ciudadanos, en especial de quienes votaron a otros partidos; muy poco con la voluntad de defender las opciones propias; y nada con el deseo de integrarlas con las defendidas por otras fuerzas políticas para determinar las decisiones de hoy; sólo sirve para conseguir el poder de tomar las decisiones de mañana. Convertir el debate político en una imputación constante y falsa de ilegalidades y villanías, que se extienden hasta la vida familiar y personal de los políticos, no sólo hace daño a quienes son las víctimas de esa imputación; nos daña a todos, en la medida en que desprecia el debate político ­real, el debate sobre políticas, para sustituirlo por un indigno ejercicio de destrucción del contrario; y daña profundamente a la democracia al alejar a los ciudadanos de una política incapaz meramente destructiva y que ignora sus inquietudes para centrarse sólo en las de quienes quieren acceder al Gobierno. Esa no es mi concepción de la política.

Es cierto que existen cuestiones que no deben someterse al debate político de opciones alternativas, que se encuentran en la base de la democracia, del consenso y del sistema político, que son su sustrato y su referente. Porque la política necesita de referentes compartidos, de puntos de apoyo comunes y de garantías que son condición de su propia posibilidad. Su identificación, su vigencia y su efectividad no competen sólo a los políticos, sino al conjunto de los ciudadanos y, muy especialmente, a los tribunales de justicia y a los medios de comunicación. Al tercer y al cuarto poder no corresponde hacer política, sino garantizar las condiciones que permiten hacerla. Política, justicia y prensa tienen funciones distintas, pero el debate político constructivo necesita que medios y tribunales generen un marco de veracidad, honestidad y respeto de los valores constitucionales. En sociedades marcadas por una información desbordante, la responsabilidad de los medios para evitar su conversión en desinformación y manipulación es irrenunciable. Otro político al que nadie podrá recordar cayendo en la mentira y la descalificación, Raimon Obiols, recordaba ayer por la mañana las palabras de Hanna Arendt según las cuales el sujeto ideal de un régimen totalitario no es el fanático convencido, sino quien no puede discernir entre lo cierto y lo falso. Ese es el horizonte de la política de la deslegitimación.

La reflexión impulsada por el presidente Sánchez, sea cual sea el resultado al que él pueda llegar, valdrá la pena si nos permite reivindicar una política alejada de la deslegitimación recíproca y que parta del reconocimiento del otro, con toda la crítica que se quiera a sus decisiones, pero también con la voluntad real de mejorarlas o de ofrecer alternativas a las mismas. Sobre esa reivindicación, sobre la convicción común de quienes la asumamos como base de nuestra actividad pública, más allá del Partido Socialista y hasta más allá de un programa de gobierno, puede construirse un debate y una acción política constructiva, abierta a todos y con vocación de imponerse democráticamente sobre la política entendida como destrucción del contrario. Sigo confiando en un Parlamento constituido por fuerzas políticas que creen en esa política, que la expresan y se unen en su defensa; y que, a partir de ella, son capaces de construir acuerdos de futuro. Sigo creyendo que no podemos dejar ganar a quienes degradan la política, y que no lo haremos mientras los que creemos en ella, ciudadanos y representantes políticos, nos unamos en su defensa.

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Meritxell Batet ha sido presidenta del Congreso de los Diputados entre 2019 y 2023 y ministra de Política Territorial entre 2018 y 2019 en el Gobierno de Sánchez.

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