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Una economía atrapada en la desconfianza | Elecciones Cataluña 12M


Marta Díaz (36 años) ya no teme perder su empleo fijo, a lo que tiene miedo es a no llegar a final de mes. La presión de los precios de la vivienda, el encarecimiento de la cesta de la compra, el recibo de la luz… “Tal y como han subido las cosas, no podemos asumir este nivel de vida”, se lamentaba el pasado 1 de mayo. El día a día de esta enfermera del Hospital de Barcelona, contratada por una mutua de trabajo, explica bien una situación que sufren buena parte de los votantes que acudirán este domingo a las urnas y que describen tres estadísticas. Por un lado, el crecimiento de una economía catalana que ya se ha sobrepuesto al agujero que dejó la crisis de la covid y la reducción de las listas del paro a niveles tan bajos que se están convirtiendo en un problema para los departamentos de recursos humanos. Por el otro, el espanto que despierta en la ciudadanía el coste de la vida, las desigualdades y el desempleo y las condiciones laborales, convertidos en primera, cuarta y quinta mayores preocupaciones de los catalanes, a tenor de la última encuesta de 40 dB. para EL PAÍS y la SER. En resumen: por muy buenos que sean esos dos datos macro, poca gente se lo acaba de creer.

Cataluña, como otras comunidades, sufre en sus carnes un modelo de crecimiento incapaz de luchar contra las incertidumbres, la desigualdad o los altos niveles de pobreza. Aunque la productividad —problema endémico de España, que se sitúa a la cola de Europa— ha ido creciendo, esa subida no se traslada a unos salarios que, antes del calentón inflacionista desatado a partir de 2021, ya se habían recortado un 2% en el periodo entre 2013 y 2019. Florece un ecosistema de nuevas empresas vinculadas a las nuevas tecnologías, la biomedicina y el audiovisual (que arraigan en la industria histórica de la comunidad) que debería contribuir a paliar esos problemas, pero el turismo y sus cimientos de bajo valor añadido que desde los años noventa han barrido el antiguo peso de la industria continúan dejando una huella difícil de borrar. Más que aproximarse al objetivo europeo de que el 20% del PIB lo alimente la industria, Cataluña se aleja de él.

La mejor prueba de ello ocurrió el 28 de mayo de 2020, cuando Nissan comunicó que dejaría de fabricar coches en España. Su decisión comportaba el cierre de tres plantas en la provincia de Barcelona y la culminación de un proceso de declive por falta de inversiones que las administraciones no afrontaron a tiempo. Había habido muchos otros desmantelamientos industriales en Cataluña, pero ninguno de esa magnitud, sobre todo por su capacidad de arrastre sobre otras empresas proveedoras. La crisis de Nissan ha acompañado de inicio a fin al Govern de Pere Aragonès, que ha trabajado junto con el Gobierno central para buscar una alternativa industrial creíble que se ha resistido hasta el último momento. El grupo chino Chery anunció en abril que utilizará la fábrica de la Zona Franca para ensamblar algunos de los modelos de coches eléctricos que venderá en Europa. Su apuesta salvará 1.250 de los empleos de la antigua Nissan Motor Ibérica y supondrá una inversión de 400 millones de euros en recursos públicos y privados.

La de Chery no es ni mucho menos la mayor inversión que recibirá Cataluña en los próximos años, alentada por los recursos europeos del fondo Next Generation. Otras de AstraZeneca, Seat, Lotte o Kronospan están por encima, pero ninguna de ellas cierra una herida como la que abrió Nissan, que suponía el despido de 2.800 trabajadores. Venía a ser la puntilla a aquella salida de sedes de empresas que asoló Cataluña en el otoño de 2017, en pleno desafío independentista, y a un hondo debate sobre la pérdida de influencia de la empresa catalana que desde hace una semana cuenta con otra amenaza: los deseos del BBVA de absorber el Banco Sabadell, una de las pocas entidades financieras que sobrevivieron a la Gran Recesión y un símbolo en Cataluña porque durante décadas fue la gran fuente de financiación de su tejido empresarial.

Para algunos, aquella deslocalización era la constatación de una cuestión que el Círculo de Economía denunció en 2019. “La pérdida de poder económico de Cataluña empieza a notarse”, dijo entonces su presidente Juan José Bruguera, una fórmula con la que admitía que el procés no había afectado a las cifras macroeconómicas, pero sí a cuestiones subyacentes, como la de la relevancia histórica, y a la pérdida de oportunidades que no se volverán a repetir, como tener la sede de la Agencia Europea del Medicamento.

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El empresariado catalán sufre con desasosiego esa pérdida de poder, sobre todo cuando se mira en el espejo de Madrid. Impulsada por una corriente que venía de lejos, la economía de la capital española superó en 2017 el peso de Cataluña y desde entonces no ha hecho más que aumentar el diferencial a costa de absorber el trozo del pastel (cada vez mayor) de otras comunidades autónomas. Con una base forjada por la base de la administración pública estatal, las mayores constructoras globales, la gran banca y un tejido empresarial a su alrededor que ahora ya crece solo, Madrid se ha convertido no solo en el gran referente económico del empresariado catalán. También lo es político, ya que no son pocos los empresarios que envidian su dinamismo social y empresarial y su sistema tributario, más indulgente con los más ricos por sus exenciones a impuestos como el del Patrimonio y Sucesiones.

Tras denunciar a los últimos gobiernos de la Generalitat por acumular años sin políticas públicas en materia de industria, la paralización del desarrollo de las energías renovables y ahora el retraso de inversiones para prever la sequía, en marzo el grueso de las instituciones económicas y empresariales dio un paso al frente con un guiño sin precedentes a los partidos catalanes. La demanda de un nuevo sistema de financiación que diera más músculo financiero a la Generalitat, y en el que no se descartaba incluso el pacto fiscal, aquella propuesta que Artur Mas presentó en 2012 a Mariano Rajoy según la cual el Gobierno catalán podría recaudar todos los impuestos, gestionarlos y devolver una parte al Estado para que este los destine a la redistribución territorial. Esa denuncia se suma a la del déficit de inversiones estatales en la comunidad, cuyas estadísticas desesperan cada año en la cúpula empresarial.

En el fondo, lo que quieren es seguir con la política del deshielo que se inició con los indultos a los dirigentes independentistas y dejar atrás cuanto antes el procés. Aunque no falta cierto sentimiento también de agravio. Como el de Marta Díaz, que no acaba de entender por qué tiene que cobrar 800 euros menos que una enfermera de la Generalitat si tiene la misma formación y ofrece el mismo cuidado a sus pacientes.

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